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La princesa desencantada

 


Markus W., era un pobre desgraciado, desgarbado y taciturno. Era delgado como una vara de mimbre, alto como un álamo y barbudo como una cabra vieja. Recorría las calles de Berlín sin una idea preconcebida. Andaba todo el día, de arriba para abajo; del este al oeste. Por la mañana se le podía ver en Wedding y por la tarde en Steglitz, otras veces bordeaba el río Spree desde los jardines de Charlotemburgo hasta el parque de Treptow.

A veces, sin embargo, dejaba de andar por algunas horas, se recostaba sobre un soleado banco en alguno de sus parques favoritos y dejaba pasar las horas tontamente, contemplando el paso de las nubes, el ascenso de los aviones del aeropuerto de Tegel o el vuelo majestuoso y lento de los cisnes jóvenes, preparando su migración.
No tenía amigos, tampoco los quería, pero tenía un amor secreto: nada menos que una princesa misteriosa, pero Markus creía que por cuestiones de magia y encantamiento, estaba presa en la frialdad de una estatua de un frecuentado parque berlinés.
Markus era muy tímido, por eso el primer año de su romance con la princesa encantada no fue fácil. Simplemente se sentaba en un banco frente a la estatua y la miraba de reojo, pero con tanto disimulo y turbación que la princesa no se daba por aludida. El segundo año ya se sentía más seguro de sí mismo, y en vista de que la princesa nunca le llamó la atención, se atrevió a mirarla cara a cara. Pero ella seguía impasible. El tercer año tomó su gran decisión: se declararía y fuera lo que Dios quisiera.
Era una mañana de domingo del mes de abril. Se arregló lo mejor que supo, recogió un ramillete de flores silvestres mal combinadas, y se encaminó al parque donde le aguardaba la princesa de sus sueños.  
La pareja de cisnes estaban todavía reconstruyendo el nido para la puesta anual y andaban bastante atareados acarreando toda clase de ramitas. Los parterres empezaban a desperezarse y ya sentía el vigor de la primavera con nuevos brotes de petunias y margaritas. El dios Amor, armado con su infalible carcaj de flechas, y que vigila el parquecillo donde estaba la princesa, no le perdía de vista. La diosa Venus, situada al otro lado del jardín, parecía darle lecciones de romanticismo. La mañana era por tanto perfecta para el amor.
Como era bastante ingenuo todavía creía en cuentos de hadas y en princesas encantadas, por esta razón estaba convencido de que con un simple beso la princesa despertaría de su encantamiento y él mismo se transformaría en un apuesto príncipe azul. Pero ¿cómo atreverse a besarla? Simplemente pidiéndoselo con educación.
Se aproximó a la estatua, tosió algo nervioso, miró a un lado y a otro para estar seguro de que nadie le escuchaba, y le dijo:
Usted perdone, señorita princesa, pero como ya debe saber la única manera de desencantarla en si le doy un beso de amor, espero que no se lo tome como una grosería, porque es la normal en estos casos.
Querido Markus —le respondió la estatua, por lo que el pobre muchacho apenas podía tenerse en pie de la impresión. —a decir verdad, y después de observarte durante estos dos últimos años, si no te importa prefiero seguir encantada, pues si me besas seré una princesa ¡verdaderamente desencantada!

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