Leer ahora
Comprar
Leer ahora
Comprar
Leer ahora
Comprar
Leer ahora
Comprar
Leer ahora
Comprar
Leer ahora
Comprar
Leer ahora
Comprar

Sobre mí




Nací en una ciudad castellana, conservadora y literalmente abducida por su obispado, desde que un obispo guerrero francés se la arrebató a los árabes.

La piedra arenisca de diferentes tonalidades es la esencia del carácter de castellano viejo de la ciudad. En sus tiempos más gloriosos tuvo una activa comunidad judía, que, como es tradición de este pueblo, se dedicaban a las finanzas, el comercio, las manufacturas y el arte. Lo que les distanciaba de sus rudos vecinos, ocupados en la labranza, la cría de ovejas y las corridas de toros en las fiestas locales.

Excepto ellos mismos, el numeroso clero y los administradores y funcionarios del Ayuntamiento, la gran mayoría eran analfabetos. Todos recibimos nuestra primera comunión en el más febril de los ambientes religiosos posibles, en el que la población volcaba todos sus reprimidos sentidos en aparatosas procesiones y una vasta oferta de espectáculos lúdico-religiosos.

Los bachilleres teníamos que asistir a las escuelas del obispado y las públicas eran para los de los barrios pobres, por lo general ateos ya desde su tierna infancia, a juzgar por sus horribles blasfemias y sus actos canallescos y brutales. La ciudad permaneció aletargada en un sueño de hibernación durante siglos, acuñada por cantos religiosos y no despertó hasta que nos invadió la democracia, a pesar de las muchas barreras y diques que pusimos para contenerla.

Por su proximidad con la capital, a alguien de los Paradores de España se le ocurrió la idea de convertir las ruinas de su castillo, ex-cuartel del Guardia Civil, y anteriormente prisión temporal de Doña Blanca de Borbón, esposa por dos días de Pedro el Cruel, convertirlo en Parador de Turismo, y gracias a esta iniciativa, más el cordero asado y las deliciosas yemas inventadas por las monjas de clausura, pudo deshacerse de sus viejas vestiduras y empezar a comportarse como todo el mundo civilizado.

Yo me crie en este ambiente y nunca pude desprenderme de la solemnidad del teatral rito religioso, la austeridad castellana y de la ingenuidad de los creyentes. Puede decirse que no descubrí el mágico mundo de los sentidos hasta el fin de mi adolescencia, y tuve mi primera relación sexual con una alocada turista británica (Dios salve a la Reina), como nos iniciamos casi todos, porque las nacionales no estaban por la labor.

Mi familia pertenecía a una clase media bajísima y la mayoría de sus miembros se educaron con cursos por correspondencia, incluida mi propia madre, con uno de modista. Naturalmente que mis pretensiones de cursar estudios superiores estaba descartada. Como todos los adolescentes incomprendidos y solitarios, contaba mis anhelos y deseos frustrados a las hojas de cuaderno rayado, la manera en que se han forjado las vocaciones literarias de la mayoría de escritores, y el mejor ejemplo es el de Carmen Laforet y su novela “Nada”, convertida en manual del castellano en numerosas universidades norteamericanas.

Mis padres me pusieron sobre la pista de lo que serían mis particulares “estudios superiores”: conocer el mundo desde dentro y no desde el aula de una facultad, porque me llevaron con ellos cuando se vieron obligados a emigrar a la Alemania tolerante y emprendedora de Willy Brandt. Cuando mis padres regresaron yo era mayor de edad y decidí quedarme en aquel país, porque mi plan de estudios consistía en conocer las naciones europeas, sus gentes, sus culturas, sus costumbres, sus hábitos, su literatura, su historia y sus lenguas.

Mi equipaje consistía en ropa interior, dos o tres novelas de clásicos europeos y mi fiel compañera italiana, una Olivetti, Pluma 22, azul celeste. Desde Alemania crucé el mar Báltico para instalarme en la “Wonderfull” ciudad nórdica de Copenhagen, donde descubrí las causas que motivaron los fantásticos cuentos de Andersen y las revistas pornográficas. Mi segundo curso fue el París post-revolucionario de los años 70, todavía con la resaca de Mayo del 68.

Allí descubrí, siguiendo sus mismos pasos por calles y jardines a Voltaire, Racine, Víctor Hugo, Balzac, Flaubert, Zola, Proust, Dumas, Maupassant, y una inagotable lista de magníficos escritores, poetas y dramaturgos, que cautivaron la imaginación de Europa desde los Cárpatos a los Pirineos, porque en España leer novelas foráneas, y en especial las francesas, era poco menos que una traición a la patria que eligió las cadenas que trajo Fernando VII de su exilio, tras la salida del territorio nacional de la “Grande Armée” El tercer año de mi carrera particular le tocó el turno al desconcertante Londres, donde todo funciona maravillosamente bien, pero al revés.



Hasta que no has vivido seis meses en Londres no es posible entender las razones del abrumador dominio de la cultura anglosajona en el mundo, pero puede resumirse en sólo dos palabras: libertad y pragmatismo, protegido y promovido por una discreta aristocracia que combate su aburrimiento montando a caballo persiguiendo a inocentes zorros y jugando al cricket, aprovechando los descansos para hacer tres o cuatro llamadas con el móvil a sus agentes de la City y Wall Street, y al encargado de sus viñedos en el sur de Francia, para saber cómo va la cosecha de uvas. Yo no soy un gran admirador de la literatura británica, porque, como buen castellano, no puedo evitar ser idealista, por eso vivo en Berlín. Tan solo he leído con entusiasmo a George Orwell, que no se puede decir que fuera muy británico, porque el comunismo no es compatible con la mentalidad de los descendientes de Adam Smith.

Algunos año más tarde finalicé mi carrera literaria con un “doctorado” obtenido en Nueva York, con un capítulo escrito en los en Los Ángeles y otro en San San Francisco. Ya no era necesario viajar más, con lo visto y vivido en todos estos países ya tenía una idea bien formada de quién gobierna el mundo, incluido el mundo editorial. Para sobrevivir sin apartarme de las letras tuve que inventarme unas credenciales de periodista, y fui escalando eslabones en mi carrera hasta hacerse con las credenciales de corresponsal en la casa de todos de las Naciones Unidas de Nueva York. Allí pude disfrutar de su excelente menú para el exigente paladar de los diplomáticos por un tercio de lo que costaba en un modesto restaurante de Manhattan, con unas impresionantes vistas sobre el río Hudson y Brooklyn El resto no tenía interés para mí.

Cruce el país dos veces de costa a costa, una en tren desde Chicago a San Francisco, donde todavía quedaba algún rescoldo de la movida hippy en los cafés cercanos al Aswury Park, y otra con una inmensa furgoneta comprada a un judío, que me prometió no hacer más negocios con españoles, porque que me la rebajó hasta la mitad del precio inicial. Hice la histórica ruta 66, la que seguían los colonizadores de violento Oeste y regresé por el Sur, para descender por la península de Florida hasta Miami, pasando por los mismos parajes que recorrió Ponce de León, pero sin peligrosas marismas infectadas de voraces caimanes, cocodrilos y serpientes.

En cuanto a sus novelistas, se comprende la motivación para que Scott Fitzgerald escribiese “El gran Gatsby” y John Steinbeck, “Las uvas de la ira“, por la práctica de un capitalismo salvaje en un país sin historia ni tradiciones, que hace una versión de los principios de la Ilustración basados en una subjetiva lectura de los salmos de la Biblia.

¿Cómo no admirar a Hemingway, Walt Whitman, Bukowski, Truman Capote, Henry Miller, entre otros muchos excedentes escritores, mucho más comprometidos que sus primos británicos? Residí dos apasionantes (tal vez debería utilizar la expresión popular, pero menos literaria, “alucinantes”) años en Nueva York. Viví esta experiencia con un sentimiento encontrado difícil de armonizar, impresiones extensibles a todo este gran y contradictorio país.

Por un lado sabía que en sus universidades impartían clases magistrales las más preclaras y creativas mentes del ámbito de nuestra cultura occidental, pero también en Nueva York, y en todas las grandes y ricas ciudades, sobreviven en condiciones infrahumanas millares de indigentes, sin ninguna oportunidad de rehabilitarse, que pasan las gélidas noches del invierno neoyorquino acurrucados dentro de cajas de cartón sobre las tapas de alcantarillas recalentadas por las calefacciones ¿Cómo era posible que el país más rico en nuestro ámbito de países desarrollados, del planeta tenga también la comunidad de personas en la pobreza más abyecta, por estar rodeados de la riqueza más extravagante? La respuesta no la tuve hasta conocer a una gran persona y querido catedrático de filosofía, entregado al estudio y la divulgación de un filósofo teórico del pragmatismo, Charles Sanders Peirce (1839-1914).

Yo tenía una negativa valoración del pragmatismo, porque lo consideraba una forma de egoísmo social, pero el respeto que me inspiraba mi buen amigo me hizo reflexionar y llegar a otras conclusiones más positivas. Es cierto que el pragmatismo puede caer en el egoísmo y hacer negocios con todo lo que pueda ser rentable, pero también puede ser un pragmatismo social y creativo, reflejo del mundo natural e inspiración de las nuevas redes sociales y del mundo digital en su mayoría, con la suficiente dosis de idealismo para no caer en esa ciénaga nauseabunda del desprecio de la condición humana, cuya falta que les hace merecedores de su pobreza es su incapacidad para afrontar las exigencias de un mundo cada vez más complejo y competitivo.

Los Estados Unidos hace años que han caído en esa ciénaga del pragmatismo antisocial y deshumanizado, donde, si no rectifican, terminarán por ahogarse. Los norteamericanos han inventado la fórmula perfecta de la infelicidad: ambición desmesurada, individualismo feroz, desconfianza mutua y tolerancia a las desigualdades sociales y sus efectos. En Nueva York, y en este país, nadie es feliz, solo pueden aspirar a estar satisfechos, porque para ser feliz hay que poder soñar, y no puede soñar quien está siempre despierto. 

Pero en mi mundana educación de escritor quedaban todavía algunos espacios fundamentales sin explorar: la patria de mis favorito escritor Alexander Puschkin, además de mis admirados Tolstoi, Dostoyevski, Gogol o Anton Chejov.

 Por los inescrutables misterios del destino, en Nueva York conocí una extraordinaria mujer húngara, con nombre de princesa, y dos meses después compartimos un pequeño estudio en la calle 72, en Manhattan.

Junto con ella residí durante algún tiempo en Budapest y con esta guía de excepción, visité la enigmática Rumanía, con sus castillos y fortalezas intactas según las dejaron sus últimos moradores, dos o tres siglos atrás, incluido el de Drácula, y la católica Polonia, donde la población hace cola para asistir a misa dominical, y buena parte la sigue desde la calle, porque en las iglesias no cabe nadie más.

Pero estos países estaban, culturalmente hablando, todavía lejos de mis favoritos, y dos años más tarde, gracias a las increíbles redes sociales, otra extraordinaria mujer, profesora de música y delicada solista de mandolina, me consiguió un visado de una semana en Bielorrusia e inmediatamente volé a Minsk, de la que apenas quedó algún edificio en pie tras la Segunda Guerra Mundial.

Aquel agradable viaje fue solo una aproximación al escenario de mis ídolos. Un verano me armé de valor y, gracias al relativo éxito de ventas de un libro de historia, pude hacer realidad mi sueño y me embarqué en la aventura de viajar en automóvil hasta la histórica ciudad de Kiev. Entre los muchos paisajes que evocan estos escritores creo que todavía existen los “mujics”, que sacan cada día su vaca a pastar por las praderas cercanas a sus aldeas.

De regreso pasé por mi añorada ciudad de Berlín, donde terminé por asentarme. Hace 14 años que vivo en el mismo apartamento, y no habré recorrido ni cincuenta kilómetros en todo este tiempo, donde. pude, ¡por fin!, empezar en serio mi carrera literaria, con la redacción de 15 obras, entre novelas, relatos, cuentos, poesía, filosofía y ensayo.

En la actualidad he comenzado una nueva novela, que como es lógico, espero que supere a las anteriores, pero mi salud me está poniendo serías dificultades. El título provisional es "El secreto de Carmen", una historia de amor, odio, traiciones, venganzas y sexo, que transcurre durante 15 días en un balneario de montaña.

Sobre mi obra de ficción


No sería ético que dijese que mi obra es genial, pero tampoco sería acertado que lo dejase a la opinión del lector, porque cada lector tiene una sensibilidad literaria diferente, y sus opiniones serían subjetivas. Nadie mejor que el propio autor para valorar su propia obra; sus defectos como sus aciertos, pero por supuesto que no haré pública mi opinión. 

Al menos puedo decir que, no solo he escrito novelas, sino que las he vivido, porque todos los personajes fundamentales de mis novelas han sido inspirados por personas extraordinarias que he tenido la suerte de conocer personalmente, como "Tania", de "La extraña", basada en una extraordinaria mujer que conocí en Bielorrusia. O Noemi, una joven moldava que conocí aquí en  Berlín. 

También  puedo decir que he cuidado con sumo esmero la técnica narrativa y la limpieza y concisión del lenguaje, eliminando lo superfluo e innecesario, una correcta sintaxis y la veracidad y naturalidad de los diálogos. 

Por último, decir que nunca he escrito pensando en lo que quieren leer los lectores, sino que mi deseo es que los lectores quieran leer lo que yo escribo. La  única novela en la que no respeté este principio, Roland de Saracusa; una historia que sucede el siglo XIX, la he abandonado cuando ya tenía escrito una tercera parte.


Sobre mi obra de filosofía


La filosofía tiene una historia y múltiples escuelas. Creo que aunque muchas estén obsoletas, deben ser conocidas y entendidas, labor  de los docentes, pero yo no soy un académico, sino un libre pensador sin otra limitación que mi natural capacidad de raciocinio, común en todos los  humanos, como asegura Descarte en su prólogo del Método. No solo no he leído a filósofos que no aportan nada nuevo ni original, sino que los he ignorado con el propósito de no dejarme  influir por sus  ideas y sistemas para desarrollar el mío propio sin influencias de ninguno de ellos. Naturalmente que en un principio cometí muchos errores y falsas deducciones, pero tras largas y laboriosas revisiones, he pulido de tal manera mi propio sistemas que he conectado finalmente con los filósofos que había desdeñado. En otras palabras, he llegado hasta ellos por mi propio camino, lo que me permite entender mejor sus ideas y sistemas.


  


Comentarios

  1. Muy querido Jaime,

    Me emociona aparecer en esta apretada síntesis de tu fascinante vida y te envío un abrazo enorme con todo mi cariño y apoyo!!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. ¡Gracias, tocayo! Confío en tener también un fascinante muerte

      Eliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

About me

La próxima revolución será verde