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La increíble historia de Katherine von Stein




almuerzos campestres amenizados por los mejores músicos de cámara de la época y los poetas más renombrados de Europa, y solemnes espectáculos de ópera, entre las que había alguna obrilla del propio emperador, aficionado a la música y flautista aceptable.
Pero Katherine no tenía el don de la sencillez, por el contrario era altiva, engreída y hasta un poco soberbia. Tenía suficientes motivos para su comportamiento, pues era verdaderamente hermosa, poseía una considerable fortuna familiar y prácticamente se puede decir que era la dama favorita de la misma emperatriz.
Tocaba el chénvalo con sensibilidad, y no le cortaba en absoluto entonar alguna cancioncilla de moda para la pareja imperial, quienes la tenía en tanta estima que no encontraba pretendiente adecuado para tantas cualidades personales.
—La señorita von Stein tiene edad de contraer matrimonio —comentaba el emperador con su serenísima esposa durante las interminables veladas invernales en Sans-Souci.
—¡Déjala que disfrute de la vida! No es pieza para cualquier cazador y no quiero darla a un príncipe extranjero. La casaremos cuando Dios nos de la luz y demos con el pretendiente adecuado.
Por su parte Katherine von Stein tampoco parecía interesada por su futuro y disfrutaba ofendiendo la vanidad y hombría de los más aguerridos soldados próximos a la familia imperial y a no pocos jóvenes aristócratas provincianos que residían en Berlín. En total había provocado 16 duelos, con tres muertos, seis heridos graves y siete leves.
Tantas cualidades y tanta soberbia no podía pasar desapercibido al propio Diablo, y él mismo en persona decidió seducirla.
La ocasión se presentó en primavera, durante el regreso de Katherine a su palacete desde Sans-Souci, que animada por las templadas temperaturas y el embriagador perfume de las madreselvas y los floridos rododendros, solía hacer a pie y sin compañía. El Diablo aprovechó la primera oportunidad, y disfrazado de capitán de Dragones, se hizo el encontradizo, montado sobre un negro y brioso corcel, preciosamente engalanado para la ocasión. Como buen experto en camuflajes el Diablo había cuidado su aspecto personal, y lucía uniforme de gala de Dragones, charretera bordada sobre el hombro, camisa de seda blanca inmaculada, espada reluciente, botas recién lustradas hasta la misma rodilla, cabello rebelde, negro y ensortijado, ojos verdes de mirada burlona y perversa, hombros sobrados y talle esbelto, ¡en fin, irresistible!
Detuvo el corcel a su altura, desmontó briosamente, y de un ágil salto se puso a su vera. Katherine ni se inmutó, no era el primer capitán de Dragones que había estrangulado su caballo para admirar su belleza.
—Disculpe mi impertinencia, señorita, pero al verla de lejos con ese majestuoso porte, ese andar principesco y la suave cadencia de su hermoso vestido, creí que se trataba de la mismísima emperatriz Isabel.
Pero Katherine no hizo el menor gesto, y prosiguió su marcha como si el Diablo fuera el mismísimo jardinero real.
—Y ahora que la veo más de cerca —prosiguió el Diablo de acuerdo a un plan largamente ensayado en infinidad de ocasiones— siento el mareo de su femenina hermosura. Es usted más bella de lo que un pobre mortal puede imaginar. ¿Que artista celestial ha podido dibujar ese rostro, fino y delicado como la porcelana de Hesse, o la seda de Pekín?
El Diablo solía echar siempre mano de tópicos sagrados porque conocía el contradictorio carácter de las mujeres hermosas: les gustan los santos, pero no como maridos. Pero Katherine seguía sin inmutarse, a pesar de que la última andanada de elogios la había dejado ligeramente tocada.
—Si usted se dignara dirigirme la palabra sería el Di... el Dragón más dichoso de este mundo y yo solo sería capaz de rendir París, para ponerla a sus delicados pies.
Tal vez fuera la mención de París lo que debilitó las defensas de la altiva dama, porque se le escapó una traidora sonrisa, que el Diablo interpretó correctamente como la primera andanada directa al corazón de Katherine.
—Pero si me rechaza me iré de cabeza al infierno... —el Diablo estuvo a punto de meter la pata, pero tuvo reflejos y evitó el desastre—, ¡donde sería más dichoso que viviendo en este mundo sin esperanzas de ser correspondido! —lo arregló bastante bien sin caer en falsedades.
Por fin Katherine, derrotada y desarbolada, no pudo evitar rendir la plaza que durante más de 28 años había defendido ella solita contra una legión de fogosos pretendientes.
Un mes después Katherine von Stein, bendecida por los emperadores, se casó con el Diablo, que se hizo príncipe y elector de un rico principado del Imperio. Tuvo media docena de preciosos y saludables diablillos y dicen que se fue de este mundo, ya a los 102 años, convencida de que nunca perdió su atractivo y su belleza, porque el perverso del diablo de su marido nunca dejó de adularla.
Durante su dilatado y feliz matrimonio Prusia gozó de una larga época de paz y prosperidad, porque el Diablo andaba siempre ocupado con sus asuntos domésticos.

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