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La brujita de Spandau



Hace ya muchos años, tantos que si todavía me acuerdo es de milagro, en los bosques cercanos a la pequeña localidad de Spandau, buenos para el carbón vegetal y las setas venenosas, vivía una bruja malcarada, porque no hay prácticamente ni una que sea biencarada.

Pero antes de nada quisiera aclarar algo sumamente importante, pensando sobre todo en mis lectores infantiles. Las brujas sin duda que han existido, pero los perjuicios de la gente corriente, que no puede ni ver una ancianita sin tomarla por una bruja, han confundido la naturaleza de estas buenas personas. La verdad es que se trataba de viudas de carboneros o leñadores, que se resistían a abandonar sus cabañas, donde habían vivido toda su vida con sus respectivos carboneros o leñadores (su único error en esta vida, casarse con semejantes profesionales).


El origen de sus pócimas se encuentra en la circunstancia de sus precarias existencias, puesto que no eran muy hábiles para la caza y menos para la horticultura y las aves de corral. De manera que para poder poner un plato de sopa caliente en la mesa no tenían otra opción de hervir cualquier cosa que pudiera soltar algo de sustancia, desde un sapo hasta una cucaracha. Lo habitual era que metieran la pata, y como consecuencia de semejantes pócimas, se les cayera el pelo, les salieran verrugas o les creciera la nariz, pero sólo en casos excepcionales daban con una pócima con efectos positivos para la salud.


También es verdad que solían tener un cuervo como animal de compañía, pero es que en estas latitudes no es muy corriente el loro, el papagayo o el canario, y a falta de canario bueno es un cuervo. En cuanto al gato negro, era para hacer juego con el cuervo, que también era negro.


Hecha esta aclaración, nuestra bruja tuvo un día bueno y dio con una de esas pócimas geniales (como la fórmula de la Coca-Cola) y descubrió el elixir de la juventud. Pero le faltó dar con el ingrediente de la eternidad, por lo que el mágico efecto sólo duraba entre una semana y quince días.


—¡Mecachis en la mar! ¡Ya me dijo mi madre que en este bosque eran muy tacaños para la magia! —se lamentaba la pobre señora.


Pero por fortuna había preparado un buen caldero y por ser invierno se conservaba bastante bien. De manera que apenas se percató del maravilloso efecto de su nueva pócima, hizo planes serios para su nuevo futuro.


—¡Esta vez paso de carboneros y voy a por un príncipe!


Por suerte en esta zona del Imperio abundaban los príncipes, la prueba es que hay miles de cuentos con príncipes y para todos hay uno disponible, y con la venta de medio litro de su pócima a un tendero local, se pudo asear y vestirse con finas ropas femeninas. No es necesario describir la mujer después de su metamorfosis porque ya se la habrán imaginado, que para eso son los cuentos. Pese a sus malas artes para los trabajos manuales, se hizo con una rueca de hilar, que era lo habitual entre las mujeres de buenas costumbres, y esperó pacientemente a que pasara un apuesto príncipe por delante de su cabaña. No tuvo que espera mucho tiempo, por lo que dije anteriormente, y el primero que pasó quedó obviamente prendado de su extraordinaria belleza, pues por alguna razón los príncipes tienen buen gusto para elegir a sus consortes, y se declaró al instante:


—¿Quieres ser mi esposa? —le pidió el príncipe prácticamente sin descender del caballo.


—¿Así, sin preámbulos ni peleas con dragones?


—Es que éste es un cuento breve y no hay tiempo para eso.


—Acepto, pero con una condición —dijo la astuta bruja.


—¡Aceptaré lo que me pidas!


—Que cuando sea una ancianita, decrépita y arrugada me sigas deseando como ahora.


—¡Firmo! —naturalmente que el príncipe no sabía lo que firmaba.


Se celebraron los esponsorios con los tradicionales bailes y banquetes populares de rigor (la única oportunidad en sus súbditos comían carne), gozaron de una breve luna de miel en el Hotel Adlon de Berlín (¡Ups! Perdonen, que todavía no se había construido), y cuando regresaron a su palacio de Spandau, la buena mujer se dio cuenta de que no le quedaba ni medio litro de pócima de la juventud.


Aprovechando las ventajas del castillo, se puso manos a la obra con todos los adelantos técnicos que pudo conseguir. Para probar los efectos daba a beber sus pócimas al gato y el pobre igual le salía cabeza de cochino albino que recitaba de corrido el monólogo de Hamlet. ¡Pero nada, que no daba con la pócima!


Un día, al regresar del bosquecillo después de buscar desesperada nuevos ingredientes, se encontró con un hombre viejo y achacoso sentado en el sillón del trono del palacio. Al entrar en el salón el hombre se revolvió incómodo en su regio asiento, porque no sabía como explicar su presencia. Finalmente confesó su identidad:


—¡Soy yo, tu marido; y no soy príncipe sino un simple conde y arruinado! —la mujer no salía de su asombro—. Tengo que confesarte una cosa horrenda. Me quedé tan prendado de tu juventud y belleza que compré un elixir de la juventud a un tendero local con todo el tesoro condal, pero la pócima debía tener pasada la fecha de caducidad...


—¡Pues buena la has hecho, chaval! —contestó airada la buena mujer, a quien en ese mismo instante, y sin duda por el disgusto, se le pasaron también los efectos.


Fueron días difíciles para la pareja, pero a Dios gracias pronto encontraron una afición en común que salvó el matrimonio: la redoma.


Desde entonces se les ve a todas horas alrededor de un puchero humeante tratando de dar con la dichosa fórmula de la eterna juventud. Él ya no usa zapatos, porque le han salido pezuñas y ella, afortunadamente, con su nuevo pico de aguilucho ya no puede hablar y ha dejado de quejarse.


—¡Bruja desmemoriada! —le reprocha él constantemente.

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