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El perro de frau Goldschmidt

En el barrio berlinés de Charlotemburgo, no lejos de río Spree y a un paso de los jardines del palacio, vivía Frau Emma Goldschmidt, una anciana de buen carácter, ya algo torpe porque rondaba los ochenta, pero que pese a sus lógicos achaques, no paraba en casa ni un instante, pues no soportaba la soledad y le aburría la televisión.

Lo normal era verla dando de comer a las hambrientas gaviotas que revoloteaban histéricas entre lastimosos graznidos, o las feroces fochas, siempre peleándose entre ellas, o los atolondrados patos, pero sus favoritos, naturalmente, eran la pareja de orgullosos y ceremoniosos cisnes, que acompañados de sus últimas crías, se hacían los dueños de río.
Como se aproximaba Navidad, Frau Goldschmidt, garrota en mano y los ánimos listos, se dispuso a visitar el mercadillo de Navidad instalado en el patio del Palacio de Charlotemburgo. Desde hacía años tenía la costumbre de comprar un cuarto de kilo de jamón ahumado del Tirol a su amigo el Salzburgués, como se llamaba el tenderete, donde cada año ofrecía toda clase de ricas especialidad del Tirol.
— ¡Un cuarto de lo mismo, Hans! —le dijo al mozo del puesto.
— ¡Ni un gramo más, Frau Goldsmidt, y que se lo coma con salud y paz de Dios, que eso no debe faltarle!
— Uno de estos años ya no me verás por aquí, y donde pienso ir ¡ya no me aprovecharán tus pancetas!
— ¡No tenga usted prisa, que aquí no se está tan mal!
— ¡La soledad, amigo Hans; la soledad es lo peor! ¡Hace quince años que murió mi pobre Albert y todavía no me he acostumbrado!
— ¡Cómprese usted un perrillo, hacen mucha compañía!
— ¡Quita, quita, que engorro! Hay que sacarlos cada día a paseo, se hacen caca por todas partes y no te dejan dormir. Un gato, todavía, pero ¡pobre animal, no tengo edad para ocuparme de ellos!
Compró su jamón de cada año, lo metió en el bolso, se armó de valor, y después de despedirse hasta el año próximo (si Dios así lo quería) emprendió el regreso a su casa.
No hubo salido del concurrido mercadillo, cuando tal vez atraído por el olor del jamón o por simpatía hacía la anciana, Frau Goldschmidt observó que la seguía un perro de pequeño tamaño, peludo como un bola de algodón, morro fino, orejas tiesas y mirada vivaracha.
«¡Qué salado es este chucho!», pesó recordando el consejo del tendero tirolés, «¿Qué andará haciendo por aquí sin su dueño?». Pero no le dio mayor importancia y se concentró en su marcha, sobre todo al llegar al semáforo de la Otto-Suhr-Alle y la Kaiser-Frederich-Straße, que cruzaba en dos veces. Alcanzó el otro lado de la calle no sin cierto azoramiento en el último momento, pues este semáforo no está calculado para el paso lento de una anciana, y ya más tranquila, se detuvo un instante para comprobar que todo estaba en orden, ¡y allí estaba todavía el perro!
—¡Anda, vete con tu amo! ¿O es que te has perdido? ¡Válgame Dios, debe de estar hambriento el pobre chucho! —Frau Goldschmidt comprendió que debía ser el aroma del jamón tirolés lo que atraía al perrillo y, no sin cierto reparo, le echó una fina loncha—. ¡Toma y adiós! ¡Anda, vete, vete; no me vengas siguiendo que se ha cerrado el restaurante!
Pero el perro hizo el menor caso de sus órdenes y persistió en seguirla hasta que, una vez frente a la puerta de su casa, se vio ante el dilema de adoptarlo.
—¡Bueno, sube y ya veré que hago contigo mañana! No vas a quedarte en la calle en una noche como ésta, ¡pero sin armar alboroto!, ¿entendido?
El animal pareció entender la idea porque movió la cola con excitación y se plantó en medio de la puerta dispuesto a cruzarla el primero, como si se tratara de su propia casa.
Al día siguiente, y a la misma hora del anterior, Frau Goldschmidt ató el perro con un improvisado collar hecho con un cordón de cortina y con la habitual parsimonia de siempre regresó al mercadillo de Navidad, por si los dueños del perro aparecían. Paseó arriba y abajo con el animal, recorrió el mercadillo varias veces, lo que le llevó algo más de una hora, y en vista de que nadie reclamaba el animal no tuvo otra opción de adoptarlo ella misma. De regreso a casa, reconoció que se alegraba por lo sucedido.
—¡Venga para casa!, y a partir de ahora te llamarás Dodo, como el perrillo que teníamos en casa cuando yo era una niña. ¡Si no te gusta, te aguantas, que para algo te daré de comer!
La anciana se hizo con una ramita de abeto, compró un juguete de perro, lo envolvió cuidadosamente y lo prendió de la rama, junto con otras chucherías para ella misma.
—¡No vallas a abrir tu regalo antes de Navidad! —advirtió al perro.
Anciana y perro pronto se hicieron el uno al otro. Para no cansarse, el animal llevaba el mismo su juguete hasta los jardines próximos, allí lo dejaba en el suelo y ella le daba un golpe con el bastón, lanzándolo unos cuantos metros. Lo recogía retozón, caracoleaba como si le hubiera costado alcanzarlo y vuelta a empezar. Al final, cuando comprendía que la anciana estaba cansada del juego, él mismo recogía su juguete y en la boca lo llevaba de nuevo a la casa. Allí hablaban de mil cosas, la mayoría eran sobre recuerdos entrañables de su otro Dodo infantil.
Pasaron los meses. Se marchitaron los rosales, cayó la primera nevada y de nuevo eran días de Navidad. Como cada año, Frau Goldschmidt, ya con su perro, y provisto de un flamante collar con luz intermitente, se presentó ante el puesto del tirolés para comprar su cuarto de kilo de jamón ahumado habitual.
—¡Vaya, veo que me hizo caso y se compró un perrito!
—No te lo creas, Hans: ¡me ha comprado él a mí!
Pero de pronto el animal tiró con tanta fuerza del collar que estuvo a punto de derribarla.
—¡Tarzán; mi Tarzán! Papi, ¡es nuestro Tarzán!
En efecto, el animal se abalanzó sobre un niño a quien sin duda reconocía y debía sentir gran afecto por él, porque la cola se le movía a una velocidad de vértigo. Frau Goldschmidt palideció al instante, porque enseguida comprendió la situación: ¡eran los dueños del perro!
La familia residía en la vecina localidad de Oranienburg y cada año visitaban el mercado de Navidad de Charlotemburgo, y en un descuido el año anterior extraviaron el perro. Ahora lo habían recuperado.
Pero Herr Haussmann, como se llamaba el cabeza de familia dueña del perro, era una persona de elevados principios y alto sentido de la justicia, por lo que se preguntó si después de tanto tiempo tenía o no derecho a reclamar el animal.
—Si es suyo es junto que lo recuperen. Ha sido una buena compañía y lo voy a echar de menos, pero el niño también. ¡Qué le vamos a hacer! —comentó la dolida anciana.
Herr Haussmann no creía justo tomar sin más esa decisión y optó por una solución salomónica para resolver el dilema, que el niño tardó en aceptar, pero finalmente lo encontró razonable: ¡que el perro decidiera!
Fueron al parque cercano, se situaron uno frente al otro a cierta distancia y en medio dejarían el perro, sería para aquel que el animal decidiera como dueño. Herr Haussmann dejó el perro en el lugar acordado y el niño, tal vez por el nerviosismo, no pudo reprimirse y llamó al animal por su viejo nombre: ¡Tarzán, ven Tarzán! El animal no lo dudó, dio un salto y echó a correr hacia el niño. La pobre anciana parecía resignada, pues lo consideraba lo más natural. Pero, de pronto, cuando apenas había recorrido unos metros, el animal, como si comprendiera la traición que estaba a punto de cometer, se detuvo en seco, miró a la compungida anciana, y de otro salto, salió corriendo hacia ella, lo que animó a la pobre señora. Pero, otra vez frenó el animal en seco cuando apenas le faltaban unos metros para llegar donde estaba Frau Goldschmidt. Esta vez el perro se quedó indeciso, ¡el pobre animal no sabía hacia dónde ir!
Entonces Herr Haussmann, hombre justo y de elevados principios, decidió poner fin al dilema de perro y tomó la única decisión posible, dadas las circunstancias:
—Frau Goldschmidt, el pobre animal no sabe por quién decidirse, no hay más que una solución, ¡que se venga usted a vivir con nosotros!
De esta manera el niño recuperó al mismo tiempo su perro y a una abuela, pues la suya había muerto dos años antes, ¡y ya se sabe que los niños no se sienten en familia si les faltan los abuelos!

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